domingo, 20 de octubre de 2013

Una perspectiva desde lo alto

Finalmente lo hice, este verano, después de haber desviado mi camino la otra vez, como conté en mi pasada entrada.

Subí a la Muela, el pico más alto de la sierra de las Mamblas, un día de agosto.


Me levanté a las 7 de la mañana. Desayuné bien, cogí un jersey, mi cámara de fotos, y salí de la casa de mis padres a las 7:30. No había nadie en las calles. Hacía frío en Covarrubias. 


Esta vez no desvié mi camino. Sabía cuál tenía que coger y no me entretuve. Quería llegar pronto arriba.


Cuando llegué a la falda de la Muela tuve que abandonar el camino, y me adentré entre los pinos. 


A partir de ese momento me guié por mi propio sentido de la orientación y por la imagen del plano que tenía en la cabeza. Subía por el lado oeste, y desde allí no se veía el sol.


A veces el pinar era tupido. Otras veces se abrían claros. Algunos troncos de sabinas y de enebros secos dormían entre los pinos. 


Cuando di la vuelta al primer promontorio pude ver el sol, y después la cumbre a donde me dirigía. Ahora sólo quedaba lo más fácil, y un último esfuerzo.


Antes de llegar arriba me detuve unos instantes y miré a los lados. Las vistas eran estupendas.


Cuando crucé los restos de la muralla del poblado celtíbero eran las 9:30. Había llegado arriba. Mandé un mensaje a mi casa, y di un paseo alrededor de la planicie.


Mientras paseaba me acordé de las otras dos veces que había estado allí. 


La primera yo debía tener 10 o 12 años, y subí con una de mis hermanas y con dos primos nuestros. Entonces pasábamos casi todo el verano allí y, en julio o septiembre, cuando no estaban nuestros demás amigos veraneantes, solíamos hacer alguna excursión novedosa. Uno de nuestros primos era unos cuantos años mayor, y era el que dirigía la excursión. Llevamos unos bocadillos que nos habían preparado nuestras madres. Hicimos toda la subida por el lado oeste, y el esfuerzo final fue mucho mayor. A la bajada buscamos la fuente del estómago, los del pueblo la llamaban así, y recogimos su agua en una cantimplora. Decían que tenía propiedades medicinales. A mi madre le gustó que se la lleváramos. Ahora dicen que está seca.


La segunda vez yo andaría por los 25. Subí con otros dos amigos y el sobrino de uno de ellos, que conocía bien el camino, y nos explicó lo del poblado celtíbero. Subimos en coche hasta la falda de la montaña, porque mis amigos no querían caminar tanto. Luego ascendimos por donde yo había ascendido ahora, más o menos.

Entonces mi hermana y aquellos primos con los que había subido la primera vez ya no venían a veranear, y yo compartía la mayor parte de mi tiempo de verano con estos dos amigos. Estábamos todos los días juntos y nos íbamos de fiesta todas las noches, hasta las tantas. Excesos de la alegre juventud.


Ahora tampoco mantenía ningún contacto con estos amigos. No sé que pasó, pero un día me di cuenta de que ya no los tenía. Creo que durante algún tiempo estuve demasiado cerrado en mí mismo.


Pensé que sería hermoso compartir otra vez ese momento con todos ellos: con mi hermana, con mis dos primos y con mis dos amigos de aventuras juveniles veraniegas, con los que había compartido tantas cosas en otros tiempos. 


Ya que no podía ser, disfruté todo lo que pude de ese momento. Por lo menos yo estaba allí, y ellos estaban en mi pensamiento.


La soledad hacía más grande la sensación de plenitud.


Pensé que no sólo venía del pequeño pueblo que se podía ver allá abajo, a lo lejos.


También venía de mi infancia dulce, de mi adolescencia difícil, de mis veranos plenos y despreocupados, del tiempo que compartí con mi familia y con mis amigos. También de mis miedos, de mis inseguridades, de mis esfuerzos por abrirme camino.


Sabía bien a dónde iba, ahora conocía bien el camino. Me conocía mejor a mi mismo, mis gustos, mis debilidades... Iba a intentar hacer las cosas mejor. Iba a seguir esforzándome cada día. Iba a intentar no perder las buenas amistades.


Pensaba que aún me quedaba mucho tiempo.


Cuando inicié el camino de descenso eran las 12:00. Me fue fácil bajar por los mismos claros por donde había subido, pero cuando llegué a la zona tupida de pinares crucé por donde mejor pude. Tuve que esquivar algunas ramas bajas, y me di cuenta de que no había vuelto por el mismo sitio por el que había comenzado el ascenso. A pesar de eso salí al camino sin dificultad, y comencé a bajar por el valle a buen ritmo.


Unos minutos después empecé a notar una molestia en mi rodilla izquierda. Hacía tiempo que no sentía así ese dolor. Paré un poco, flexioné la pierna y la volví a apoyar, pero no se me pasaba.


Sabía que yo no era Rutger Hauer y que no había subido a la Tyrell Corporation. Sin embargo, era posible que no me quedara tanto tiempo como yo había pensado.