viernes, 6 de noviembre de 2015

Amanecer en Madrid, o de Madrid al Cielo



El pasado domingo 18 de octubre fue el último del horario de verano. El sábado anterior había estado lloviendo en Madrid, y el tiempo aún estaba revuelto.


Ese día me levanté pronto, a las ocho y media, abrí la persiana de la cocina y vi el amanecer. Me pareció muy hermoso, colorido y cambiante, así que me fui a por la cámara, abrí la ventana, y estuve haciendo fotos durante media hora. Son las que publico en esta entrada.


Pocas ciudades como Madrid han sido tan alabadas por su cielo. Suele ser particularmente transparente, despejado y sin nubes. La mayor parte del año es terso e intensamente azul, claro y profundo.


Algunas veces está adornado por ligeras o poderosas nubes, altas y estratificadas, que van desde el blanco inmaculado hasta una interminable variedad de grises, llegando a los amarillos, naranjas, rojos, rosas y violetas propios de los amaneceres y atardeceres.


Parece ser que el secreto de la luz de los cielos de Madrid está en la altura y amplitud de la meseta en que se encuentra, y en la sierra de Guadarrama, situada a 40 kilómetros al norte de la ciudad.


La sierra es el pulmón que regenera y filtra, desde sus cumbres y bosques, el aire de los vientos predominantes, que llegan desde allí.


El pintor sevillano Diego Velázquez fue el primero que captó en sus cuadros el efecto de las nubes altas y estratificadas del cielo de Madrid.


La complejidad de los cielos de sus cuadros dio origen a la expresión "cielo velazqueño", que consiste en un cielo enmarañado y rico en matices, con tonalidades azules y grisáceas, en el que se mezclan gran cantidad de formas y géneros de nubes, como cirroestratos y altoestratos, todas ellas realizadas con una impecable técnica pictórica.


Estos cielos están presentes en su cuadro "La Rendición de Breda" (hacia 1.635), más conocido como "Las Lanzas" (ver aquí), y en sus retratos ecuestres y de caza, como "Felipe IV, a caballo" (hacia 1.635, aquí), "El príncipe Baltasar Carlos, a caballo" (hacia 1.635, aquí), "El príncipe Baltasar Carlos, cazador" (1.635-36, aquí), o "Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares, a caballo" (hacia 1.636, aquí).


Los expertos ofrecen dos explicaciones distintas de porqué Velázquez pintaba así los cielos de sus cuadros, en lugar de pintar los claros y azules más habituales de Madrid.


Un motivo es simplemente económico, ya que el polvo de lapislázuli con el que se obtenía el azul celeste en aquella época procedía exclusivamente de unas minas situadas en el actual Afganistán, por lo que era muy caro y había que racionarlo, así que resultaba más económico nublar los cielos.


El otro es que entre los años 1.632 y 1.636, el periodo en el que Velázquez realizó por encargo todas esas pinturas, hubiera más presencia de nubes en los cielos de Madrid de la que es habitual en nuestros tiempos. 


Esto en principio podría parecer improbable. No sé si han oído ustedes hablar de la Pequeña Edad de Hielo. Fue una larga época en la que se enfrió notablemente el planeta, aunque la documentación más completa de la que se dispone está sobre todo en Europa y América del Norte, y que tuvo lugar entre comienzos del siglo XIV y mediados del XIX. 


El siglo XVII no se libró de esa etapa fría, y eso implica que hubo muchos días gélidos, con cielos secos y despejados, también en Madrid. Sin embargo, como es de esperar en un período tan amplio, hubo altibajos. 


El meteorólogo Inocencio Font Tullot, en su libro "Historia del Clima de España" (1.988), dice lo siguiente: "Durante la cuarta década (del siglo XVII) el frío mengua notablemente, sin que se tenga noticias de inviernos muy fríos". 


Este dato coincide con lo que recogen los científicos. Fue después, en 1.645, cuando bajaron de nuevo las temperaturas en el planeta, fenómeno que llegó hasta 1.715 y que se conoce con el nombre de Mínimo de Maunder, una etapa más fría dentro de la Pequeña Edad de Hielo.


Esta mayor templanza del tiempo durante la década de 1.630, precisamente cuando Velázquez trabajaba en esos cuadros, pudo ser la causa de una mayor nubosidad en los cielos de Madrid, algo que el pintor habría reflejado. 


Pero mientras fotografiaba este amanecer, y mientras preparaba después esta entrada, volviendo a mirar mis fotos, no me acordé sólo de Velázquez y de sus cuadros.


Las primeras fotografías de intensos amarillos también me hicieron recordar los amaneceres y puestas de sol de los artistas románticos y, en especial, los paisajes intensamente luminosos de William Turner que descubrí en la National Gallery en el verano de 1.995, cuando estuve por ese país trabajando e intentando mejorar mi inglés, y vino mi hermana mayor a verme, la fui a buscar a Londres, vimos la ciudad y visitamos juntos ese museo.


También me acordé de una chica de Vitoria con la que salí hace unos 15 años, que se acababa de trasladar a Madrid y a la que le encantaba este cielo, y que le gustaba tomarse algo conmigo en las terrazas de las Vistillas para contemplarlo, y me decía de vez en cuando: mira qué cielo.


Y de muchos otros atardeceres con mi pareja en el Templo de Debod, un promontorio de Madrid con un horizonte infinito y abierto hacia el Alto de Extremadura y la Casa de Campo, lleno de jóvenes sentados en el parque, mayores paseando y alguna pareja de recién casados haciéndose fotos.


Y ahora les dejo otras elogiosas palabras de recuerdos, las de un americano aventurero y vividor al que le gustaba mucho este país, y parece ser que también esta ciudad. Se las dejo primero en inglés, porque me gusta más cómo suena lo que dice que en la lamentable traducción que se hizo al español y que circula por la red, y también porque así hago un pequeño guiño a mi atípico verano de 1.995 en las midlands inglesas. Más abajo escribo mi propia traducción no oficial.


"Madrid is a strange place anyway. I do not believe any one likes it much when he first goes there. It has none of the look that you expect of Spain. It is modern rather than picturesque. No costumes, practically no cordoban hats, except on the heads of phonies, no castanets, and no disgusting fakes like the gipsy caves at Granada. There is not one local-colored place for tourists in the town. Yet when you get to know it, it is the most Spanish of all cities, the best to live in, the finest people, month in a month out the finest climate, and while the other cities are all very representative of the province they are in, they are either Andalucian, Catalan, Basque, Aragonese or otherwise provicial. It is in Madrid only that you get the essence. The essence, when it is the essence, can be in a plain glass bottle, and you need no fancy labels, nor in Madrid do you need any national costumes; no matter what sort of building they put up, though the building itself may look like Buenos Aires, when you see it against that sky you know it is Madrid".

Death in the Afternoon (1.932), Ernest Hemingway.


"Madrid es un lugar extraño en cualquier caso. No creo que a nadie le guste mucho cuando va allí la primera vez. No tiene ningún aspecto de lo que uno espera de España. Es más moderna que pintoresca. No hay trajes típicos, prácticamente no hay sombreros cordobeses, excepto en la cabeza de algunos farsantes, no hay castañuelas, ni esa repugnante farsa de las cuevas de gitanos de Granada. No hay en la ciudad un solo lugar de color local para turistas. Y sin embargo, cuando llegas a conocerla, es la más española de todas las ciudades, la mejor para vivir, la de mejor gente, la de mejor clima cada mes, y mientras las otras ciudades son todas muy representativas de las provincias en donde están, son andaluzas, o catalanas, o vascas o aragonesas o de cualquier otra provincia. Es en Madrid sólo donde coges la esencia. La esencia, cuando es la esencia, puede estar en una sencilla botella de cristal, y no necesita etiquetas sofisticadas. Tampoco en Madrid necesitas trajes folclóricos; no importa qué tipo de edificio levanten, aunque el edifico pueda parecer como Buenos Aires, cuando lo ves contra ese cielo sabes que es Madrid."

Muerte en la Tarde (1.932), Ernest Hemingway.

Fresno recortado contra el cielo de Madrid, un habitual día soleado